¿Ah,
es envidia, pues? (27.05.20209
Diario Público, en Apuntes peripatéticos de Ian Gibson 21.02.2010
De
los siete pecados capitales el que menos se confiesa es la envidia, ya que —por
razones que nunca he entendido— la mentira no figura entre ellos. Reconocer que
uno ha cometido soberbia, codicia, pereza, lujuria, ira o gula —sobre todo si
es en pequeñas dosis— no creo que le cueste mucho trabajo a nadie. Pero la
envidia es otra cosa. La envidia tiene vergüenza de sí misma y casi nunca se
autodenomina como tal —es más fácil disfrazarla como odio y desdén—, y mata por
la espalda, jamás cara a cara. Según Unamuno, y creo que también Salvador de
Madariaga, se trata del vicio nacional de España. Si es así, y no seré yo quien
lo mantenga (¡ya me han dado razones suficientes para irme!), mal asunto. Mal
asunto para todos, en primer lugar, para quien la padece.
Otro
Salvador, Dalí, ha dejado constancia de la intensa envidia que le producía
Lorca cuando convivían en la Residencia de Estudiantes. Tal admisión constituye
una honrada excepción a la regla. Dalí era entonces un joven morbosamente
tímido, apenas capaz de juntar dos palabras en público, mientras el granadino
ya brillaba "como un loco y fogoso diamante" en las noches de la
Villa y Corte. La única solución para el pintor: huir cuanto antes. Presenciar
aquellos deslumbrantes triunfos sociales y comprobar la propia inferioridad era
la muerte.
Varios
columnistas acaban de sugerir que hay que buscar la verdadera raíz de la
persecución de Garzón en la envidia. Quisiera no creer que pecado tan feo y
dañino pudiera anidar en el seno del Tribunal Supremo. Esperemos que prevalezca
la justicia.
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