Juanillo
el tonto (25.05.2020)
Todo pueblo que se precie de serlo tiene en su nómina a un alcalde, que posee la máxima autoridad, representa a dicho pueblo y gestiona sus riquezas; un cura, que atiende las necesidades espirituales de los vecinos y que en cierta forma dirige sus vidas por el camino que le marca la Iglesia; un alguacil, que junto a la policía local y guardia civil mantienen el orden y se encargan de que sean cumplidas las ordenes y bandos del alcalde; y por último el personaje más popular de todos, el tonto, el famoso tonto del pueblo. Y el pueblo de Villamazorca no era una excepción en él habitaba Juan Chusco, más conocido por Juanillo el tonto.
Tenía
este personaje, que rondaba los cuarenta, el cuerpo deformado desde niño,
cuando una extraña enfermedad estuvo a punto de acabar con él dejándole unas
secuelas tan graves que le llevarían a convertirse en lo que ahora era, un ser
paticorto, barrigudo y cabezón y con el coeficiente intelectual de un niño de
seis años. Pero a pesar de su aspecto y de su estado Juanillo era muy activo y
buen trabajador, por lo que siempre andaba atareado en faenas que le encargaban
los vecinos y de las que obtenía algún dinerillo con el que contribuía al
sostenimiento de su familia. Juanillo era hijo único. Sus padres, ya ancianos y
pobres en exceso, lo vestían con las ropas que generosamente le donaban los
vecinos y que consistían en camisas y pantalones desgastados por el uso en las
faenas del campo, y que Juanillo se ponía sin reparar en tallas, luciendo a
menudo o bien unos pantalones tan ajustados que amenazaban con estallar y que
abandonaban a su suerte a las abundantes mollas, que quedaban inevitablemente
colgando alrededor de la cintura; o bien unos pantalones tan anchos que debía
sujetárselos casi a la altura de los sobacos con un descolorido cinturón que
había servido para atar las cargas a los mulos.
La
avanzada edad de sus padres les impedía obligar por la fuerza a su hijo a que
mantuviera la higiene imprescindible y solo a cambio de algún premio, una
comida que le gustase mucho o cuando iban a la ciudad, entonces Juanillo se
lavaba de cuerpo entero, el resto del tiempo solo se lavaba la cara y
ocasionalmente los pies. Para evitar parásitos en la cabeza el peluquero, amigo
de la familia, mantenía a Juanillo con el pelo tan raído que se apreciaban
claramente las pedradas que de niño había recibido en sus juegos con los demás
niños. Aunque todos en el pueblo le apreciaban, nadie le salvaba de ser el
centro de burlas de mayores y pequeños que bromeaban a su costa para pasar el
rato. A veces le contaban tenebrosas historias que conseguían asustarle de tal
manera que se pasaba días enteros sin dormir.
Solía
frecuentar la taberna del Tío Lucas, donde se reunían la mayoría de los hombres
del pueblo una vez finalizadas sus tareas diarias. Allí, en un ambiente cargado
de humo y de un olor agrio, pasaba largas horas entretenido yendo de mesa en
mesa, mirando como jugaban al dominó o a las cartas y desesperando a los
jugadores con el tonillo que repetía constantemente: “ande, ande, ande, la
marimorena…, ande, ande, ande, la marimorena…”. A veces se sentaba en una mesa
apartada y se quedaba dormido con la boca abierta, babeando intensamente sobre
la sucia camisa hasta que alguien le despertaba.
Un
día su padre le regaló una radio pequeña que había encontrado rebuscando en la
basura, a partir de entonces Juanillo no iba a ningún lado sin su radio, que
llevaba siempre pegada a la oreja, incluso cuando se le agotaban las pilas la
seguía llevando a todas partes hasta que conseguía dinero para comprar unas
nuevas. La radio se fue convirtiendo en el objeto más importante en su vida, se
sentía fascinado por los sonidos que salían misteriosamente de aquel pequeño
objeto que le hablaba, le contaba historias y le entretenía con música. No
dejaba que nadie la tocase, si alguien aprovechando un descuido conseguía
cogerla Juanillo montaba en cólera, poniéndose rojo de furia, gritando y
pataleando ruidosamente hasta que volvía de nuevo a su poder.
En
un cortijo abandonado a las afueras del pueblo apareció una mañana un mensaje
escrito en uno de los laterales de la casa, se trataba de un dibujo, a tamaño
natural, de la cabeza de un toro, bajo el cual se podía leer “Enfrente del toro
está el tesoro”. Debido a que el lugar era muy frecuentado por los vecinos que
se dirigían a sus labores, a los pocos días no había nadie en el pueblo que no
conociese el misterioso mensaje y aunque la mayoría se lo tomó a guasa, hubo
quien decidió probar suerte. Al principio solo eran dos o tres personas las que
se molestaron en cavar en busca del tesoro, pero a medida que pasaban los días
la gente se fue animando y el grupo de excavadores fue aumentando
paulatinamente, acudiendo al lugar hombres, mujeres y niños en busca del
prometido tesoro. Como la zona comenzaba a saturarse, el alcalde, en prevención
de posibles problemas, decidió intervenir dividiendo el terreno por familias, y
destinando al lugar a una pareja de la policía local para que restableciesen el
orden en caso de conflictos. Como se puede suponer el ambiente del pueblo se
traslado allí y con él Juanillo el tonto, que pasaba horas y horas rondando de
un agujero a otro, expectante, con su radio pegada a la oreja y su eterna
cancioncilla, ande, ande, ande… inesperadamente comenzó a ser muy útil para
aquella gente la presencia del tonto, y así uno lo mandaba a que le trajese
vino, otro le encargaba tabaco, le mandaban a comprar bocadillos, incluso había
quienes aprovechándose de su buena fe le “invitaban” a que les ayudase en las
excavaciones y Juanillo pasaba el día atareado y entretenido del pueblo al
cortijo y del cortijo al pueblo.
Los
viejos se reunían en aquel lugar y sentados contaban historias mientras
contemplaban como trabajaba la gente. Hubo quien visitó a un famoso vidente y
curandero que le reveló donde estaba oculto el tesoro, pero aunque se buscó en
el sitio indicado no se encontró nada. Un listillo se construyó un detector de
metales y se pasaba el día dando vueltas por los alrededores desenterrando todo
tipo de herramientas de labranza, arados, picos, etc., mohosos por el paso del
tiempo.
A
medida que pasaban los días el grupo menguaba, y a las dos semanas más de la
mitad habían abandonado aburridos, convencidos de que todo aquello no era más
que una broma pesada. El que seguía fiel era Juanillo el tonto, que aparecía
por el lugar en cuanto amanecía y permanecía en él hasta que se retiraba el
último excavador. Una mañana que Juanillo se encontraba atareado yendo de un
agujero a otro, tuvo la mala suerte de meter un pie en uno de ellos y cayó de
bruces lanzando las manos hacia delante, sin percatarse de que en una de ellas
llevaba su inseparable radio, golpeándola contra el suelo con tanta fuerza que
quedó completamente destrozada. Aquello fue para él una verdadera catástrofe,
más hubiese preferido perder los dientes en la caída que su radio. Se levantó
de un salto gritando como un “loco”, lanzándose a correr sin rumbo con los
brazos en cruz y llorando a moco tendido. Todos los esfuerzos por calmarle por
parte de los vecinos que se encontraban allí fueron inútiles, y Juanillo
después de dar varias vueltas al lugar cogió una piedra grande y redonda que
alguien había desenterrado y la lanzó con todas sus fuerzas sobre la figura del
Toro, impactando justo en la frente del dibujo, abriendo un boquete en la pared
que dejaba al descubierto una oculta cámara. Sin detenerse a inspeccionarla
recogió la inmensa piedra y golpeó de nuevo en el mismo sitio. Un trozo de la
pared cedió, cayendo al suelo y arrastrando en su caída a una serie de objetos
brillantes. Cuando un nuevo y definitivo golpe dejó la cámara al descubierto se
pudo contemplar dos cajas repletas de joyas y monedas de oro que habrían estado
oculta en aquel lugar desde hacía muchísimo tiempo. Por suerte la policía evitó
que los vecinos se abalanzaran sobre el tesoro, reteniéndolos hasta que llegó
la autoridad competente para corroborar la paternidad del descubrimiento a
Juanillo el tonto, que desde aquel día dejó de ser “Juanillo el tonto” para
convertirse en “Don Juan”.
Sus
padres, con el dinero que el gobierno les dio, compraron el terreno donde
hallaron el tesoro y construyeron una casa nueva, trasladándose a vivir allí.
Juanillo (Don Juan) ya no volvió a ponerse ropas usadas, le compraron ropa
nueva y una radio más grande y más bonita que la anterior, aunque no varió su
ritmo de vida, continuó frecuentando la taberna y jugando con los niños del
pueblo, siempre con su radio a cuestas y siempre con su eterna canción, ande,
ande, ande…
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