Menudas
historias de la Historia - Nieves Concostrina
Hablar
del concilio de Pisa suena, de entrada, a petardo, pero aquel concilio
que
comenzó el 25 de marzo del año 1409, el que intentó poner fin al famoso Cisma
de Occidente, es cualquier cosa menos petardo, porque fue uno de los más broncas
y animados que se recuerdan. Se trataba de acabar con un problema grave: había
dos papas reinando en la cristiandad. Bueno, pues cómo sería la que allí se
montó, que cuando terminó el concilio en vez de dos papas había tres.
Como
el Cisma de Occidente merece capítulo aparte, sólo decir que en el año
que
nos ocupa, 1409, la situación de la Iglesia pasaba de castaño oscuro. Hacía
treinta años que había dos papas mandando en paralelo, uno desde Aviñón y otro
desde Roma. Cada vez que se moría uno de los dos papas, los cardenales de cada
bando elegían sucesor, con lo cual el cisma seguía y seguía y no se solucionaba
nunca. Aquello era insostenible; hasta que el rey de Francia Carlos VI dijo «ya
basta». La única forma de solucionar esto era retirar toda obediencia a los dos
y deponerlos; y, por cierto, uno de los dos papas era el nuestro, Benedicto
XIII, el aragonés, el Papa Luna.
Los
cardenales de uno y otro bando se alarmaron ante el enfado del rey francés,
aparcaron sus diferencias un rato y se reunieron a ver qué hacían. De esta
reunión salió el concilio de Pisa. Muy bien, pero resulta que el único que
puede reunir un concilio y firmar todo lo acordado es el papa. Y como había dos
y ninguno quería ceder el poder, aquel concilio era como de juguete. Lógico,
ninguno de los papas contendientes iba a convocarlo para facilitar su
expulsión. Los papas se mantuvieron en sus trece (esta frase hecha procede
precisamente de entonces, porque Benedicto XIII fue el que se mantuvo en sus
ídem), así que el seudoconcilio los declaró herejes, los separó de la Iglesia y
eligió a otro papa para sustituirlos, Alejandro V. No hay dos sin tres.
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