La
palabra y el hombre núm. 30 2014
Se
pone en pie. ¿Se pone en pie? Es puesto en pie, considera. Se sostiene
apenas, borracho de hambre. La picana es ya tan sólo un estilete inoperante, y la corriente eléctrica un zumbido y una mosca que revolotea sobre la gelatina —en blanco y grises— olorosa a grosella.
apenas, borracho de hambre. La picana es ya tan sólo un estilete inoperante, y la corriente eléctrica un zumbido y una mosca que revolotea sobre la gelatina —en blanco y grises— olorosa a grosella.
Roberto
Peredo es narrador, poeta, ensayista, lexicógrafo, periodista, historiador. Ha
publicado 25 libros y más de cincuenta crónicas y cuentos. Ha obtenido un reconocimiento
internacional, cuatro nacionales, y varios estatales y locales. Traducido al
náhuatl y al inglés, está incluido en el Diccionario biobibliográfico de
escritores de México del INBA-Conaculta.
Hacia
1976 empezaron a aparecer en las costas argentinas yuruguayas cadáveres que
fueron enterrados de inmediato como desconocidos. Los médicos forenses
informaron: “… la causa de muerte fue: choque contra objetos duros desde gran
altura”. Inusual descripción; sintaxis controvertible: como si se hubiera querido
masacrar a la lógica y al lenguaje para que la literatura formara parte del crimen.
Los cuerpos serían identificados más tarde como provenientes de la llamada
“Operación Cóndor”, mediante la cual presos políticos, luego de ser torturados,
habrían sido arrojados al mar, aún vivos. Mientras redactaba el texto que
acompaña a este epígrafe he debido lidiar con la lógica, con la sintaxis, con
el desasosiego.
La
celda estrecha y húmeda. Se acercan pasos. El cuerpo tiene su propia memoria:
el sonido de cada tacón aproximándose, golpeando arrítmicamente sobre las
baldosas imaginadas húmedas y relucientes, estremece el hueso, irrita la herida
aún no cerrada, acelera los movimientos peristálticos sobre un bolo alimenticio
sólo hiel. En cuanto a la memoria… ¿Qué es la memoria? Quizá ese cuerpo
rememora, pero es incapaz de poner rostro a los pies que avanzan por los
pasillos donde un minotauro, enfurecido, bufa; quizá puede ir un poco hacia
atrás en el hilillo de su propia existencia, pero las mariposas que cruzan,
dudando, hacia el prado que adivina a la izquierda, son monocromas e incluso
les falta algún detalle para ser del todo insectos. ¿Cómo hacen para volar? Las
mariposas nunca, le parece, han tenido destino, pero ¿éstas? Estampadas contra
un cielo gris, no alcanzan la hierba. Chirría la puerta de metal pesado y
herrumbro-so. ¿Aparecerá entonces Peter Lorre, serio, cínico? ¿O quizá Christopher
Lee, sonriente, cínico? ¿O quizá Humphrey Bogart, burlón, cínico? Aparecen, sí,
piernas enfundadas en oscuros pan-talones. Y sí zapatones, y sí puntapiés y
órdenes. Y sí escupitajos y maldiciones. Se pone en pie. ¿Se pone en pie? Es
puesto en pie, considera. Se sostiene apenas, borracho de hambre. Lapicana es
ya tan sólo un estilete inoperante, y la corriente eléctrica un zumbido y una
mosca que revolotea sobre la gelatina —en blanco y grises— olorosa a grosella. Llámese
memoria si se quiere, pero él se aferra a la grosella, y a la grenetina, y a
los aminoácidos, y al número de producción impreso en el cartoncillo blanco
deslumbrante de su cubierta tan bien diseñada. Alguien dentro de él recita:
“Royal, Gelafrut, Gelly, Jell-O”, mientras hinca una rodilla en tierra y una rodilla
que no es la suya le golpea el rostro y lo macera. —Éste ya parece gelatina —alguien
observa. ¡Ah, si pudiera cerrar los ojos ya cerrados! ¡Ah, si pudiera bajar los
párpados que semejan frutas reventonas!
Sin
posible transición es llevado a rastras por el pasillo, las puntas de los pies
labrando; la cabeza como ariete, como si para enfrentar al hijo de Pasífae. Los
brazos sostenidos como si para comenzar el vuelo… ¡Cuánta semejanza de ese
cuerpo horizontal con el del niño que años atrás se arrojó a la poza del río en
busca del agua fresca…! Y también cuánta desemejanza…Si supiera esperar. Si aún
supiera esperar aguar-daría el momento del choque brutal contra la enorme cabeza
coronada de cuernos (o contra el agua transparente de la pequeña ría, allá en
la ex-hacienda). Pero no espera, mientras un vago sabor a grosella persiste en
la sangre semicoagulada de sus labios. Tras lo que será la última puerta que
cruzará ja-más, lo recibe un iracundo sol. Los pocos hierbajos en el patio
muestran sus hojas decadentes, casi muertas. ¡La muerte! ¡La muerte! ¿No es
cierto que la muerte libera? Mientras nada parece ocurrir, cae sobre las hirvientes
piedras. No advierte ni las moscas, ni las nubes, ni el polvo seco, pero sí un
ir y venir de hombres o animales. El puntapié que recibe entre las piernas ya
no es un golpe sino un mero empujón entre las nalgas que lo encoge sobre sí y
así, ya encogido, le hace musitar amables palabras filiales. El calor que lo
abrasa también lo abraza, y lo sumerge en la placenta pedregosa.
Cree
saber que hubo alguna vez una mujer que fue su madre (tenía nombre, sí, claro)
que producía tanto calor y una dulce leche con sabor a grosella. Alguien lo
voltea cara a un sol que no lo deslumbra. Ninguna luz será ya capaz de penetrar
esos sótanos que fueron cristalinos y acuosos tragaluces, casi verdes. ¿Qué es
el color? Quizá una mera variación del infinito gris oscuro donde quieren aún
aparecer los rostros de Micaela y de Rodrigo. Quizá, porque cuan-do alguien
dice: —Tráeme el guantelete café. A aquella arma indecente, nacida en las
Cruzadas para otros fines, sólo la imagina oscura. Y si alguien dice “cielo” o
“camisa” o “lápiz”, sólo son partes de sus formas las que se le aparecen. Pero
el color… ¿Qué es el color? Levantado de piernas y brazos por al menos dos ángeles
(porque deben ser ángeles quienes le despegan de aquel piso en el que pesan
pesados, inmisericordes, sus huesos sobre sus músculos; sus músculos sobre el
páncreas, un riñón sobre el otro, los intestinos…), vuelve a flotar como
cuando, con el rostro hacia la luna, se meció sobre el lago, disfrutando el abismo
frío que se abría a su espalda, bajo de él. Pero no dura. Dejado de los
espíritus celestes, cae bruscamente en un estrecho cubículo que, pudiendo ser
un paralelepípedo rectangular, lo experimenta amorfo: sus nervios han tomado
camino cada uno por su lado, como bus-cando su propia solución al acertijo de
dolor que no entienden. (Paralelepípedo. ¿Cómo es la risa? ¿Cómo la sonrisa?
Debería poder burlarse de su propia memoria que no puede traerle el rostro de
su padre, pero que le ofrece una palabra como ésta, herencia de sus años en la
universidad, en la cátedra.) El guantelete —debe ser el guantelete metálico, café—
cae una vez más sobre su rostro. Supone que la caja es cerrada con él dentro,
por-que casi de inmediato siente el placer del frío. ¿Sabe a grosella el frío? Pero
no dura. El confín aquel es zarandeado y él es zarandeado. (El confín. No cabe
duda: hay palabras para cada cosa, y aún algunas más precisas que otras.) Esos
movimientos convulsos, involuntarios, ¿no acaso se parecen a aquellos surgidos
del brutal placer del sexo, cuando con Marianita una tarde, en el cortijo,
dulcemente? ¿Cree saber que ella (Marianita, tan pequeña y dulce como la
grosella) tenía la piel oscura y suave, y que él mismo se sentía un oso torpe?
Pero ella sonreía, no amenazada, no incómoda, reluciente y tranquila. “Y quería
estar conmigo”. No, estos movimientos no se parecen tampoco a aquellos mediante
los que volaban los brazos suyos, ex-tensiones de los de su padre que giraba y
giraba. Volar. Volar. Nada se parece a nada. Si pudiera recordar los aviones
quizá sabría que vuela. Recordaría también el zumbido de los motores de la
inmensa, cautivadora, máquina, y recordaría el delas abejas y el de los
mosquitos. Pero por ahora se dedica tan sólo a extraer cascajitos de placer
donde los haya. Con la punta de su lengua, casi inerte, alcanza sus propios,
distantes labios, donde una pequeña mujer le besa. Y entonces vuela. Realmente
vuela. El cajón en que habita, él no lo sabe, es dejado caer hacia el profundo
océano. Y aunque no lo sepa, durante el veloz descenso su cuerpo flotará por un
instante en el amoroso cubículo. Luego la última explosión. El agua que hierve
a su alrededor, ya inútil salmuera, y su frío portentoso, y su piélago aún más,
y la ansiada inconsciencia. ¿Qué es la memoria? Frente a un rayo multicolor (¿qué
es el color?), a punto ya de no ser nada, ni nadie (ni de nadie), se le aparece
escrita la enigmática expresión que le escuchó a su madre, a los pies de su cama,
cuando tenía seis años y apretaba sus ojos por parecer dormido: —Es feliz.
¿Cómo saberlo?
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