Animales
de compañía 2004 (Artículos) Juan Manuel de Prada - El Semanal: 9 mayo 2004
Leo
un reportaje sobre la ‘nueva masculinidad’ que se impone. El inglés Mark
Simpson acuñó un término, ‘metrosexual’, que designa al prototipo de hombre fashion: se trata de un varón narcisista, metropolitano, que se viste con ropa de marca, se hace la manicura, frecuenta los gimnasios, se depila y embadurna de potingues cosméticos, se tiñe el pelo y hace de su sexualidad un coqueto juego del escondite. La lectura del reportaje me deja atribulado y al borde de la depresión: evidentemente, mi facha no encaja en el prototipo descrito. Para que la constatación sea más lacerante aún, corro a contemplarme desnudo ante el espejo del lavabo: una barriga plácida se remansa en mi abdomen; el tono más bien paliducho de mi piel se oscurece con un vello que no sé si calificar de viril o simiesco; en los brazos, a la altura del bíceps, sorprendo unas mollas más propias de un bebé que de un treintañero; mi peinado se mantiene fiel a la raya que me esculpieron el día de la Primera Comunión; si me acerco un poco más al espejo, descubro decenas, quizá cientos de cráteres cutáneos, donde se agazapan decenas, quizá cientos de espinillas. Decididamente, estoy reclamando a gritos un cambio de imagen: lo confirma la uniformidad cuaresmal de mi vestuario, donde predominan las tonalidades grisáceas y las hechuras clasicorras. Compungido, me pregunto si aún estaré a tiempo de convertirme en un metrosexual.
Simpson acuñó un término, ‘metrosexual’, que designa al prototipo de hombre fashion: se trata de un varón narcisista, metropolitano, que se viste con ropa de marca, se hace la manicura, frecuenta los gimnasios, se depila y embadurna de potingues cosméticos, se tiñe el pelo y hace de su sexualidad un coqueto juego del escondite. La lectura del reportaje me deja atribulado y al borde de la depresión: evidentemente, mi facha no encaja en el prototipo descrito. Para que la constatación sea más lacerante aún, corro a contemplarme desnudo ante el espejo del lavabo: una barriga plácida se remansa en mi abdomen; el tono más bien paliducho de mi piel se oscurece con un vello que no sé si calificar de viril o simiesco; en los brazos, a la altura del bíceps, sorprendo unas mollas más propias de un bebé que de un treintañero; mi peinado se mantiene fiel a la raya que me esculpieron el día de la Primera Comunión; si me acerco un poco más al espejo, descubro decenas, quizá cientos de cráteres cutáneos, donde se agazapan decenas, quizá cientos de espinillas. Decididamente, estoy reclamando a gritos un cambio de imagen: lo confirma la uniformidad cuaresmal de mi vestuario, donde predominan las tonalidades grisáceas y las hechuras clasicorras. Compungido, me pregunto si aún estaré a tiempo de convertirme en un metrosexual.
Esa
misma tarde concierto una cita con una amiga esteticista, que se me queda
mirando con una suerte de curiosidad arqueológica, como si ante sus ojos
hubiera aparecido el último espécimen de australopiteco. «Pero, chico, estás
hecho un adefesio», dictamina, en un tono que no sé si calificar de consternado
o compasivo. A continuación, enhebra una serie de consejos que parecen
inspirados por el Marqués de Sade. Sostiene mi amiga que el requisito previo
para convertirse en un metrosexual consiste en alcanzar el peso idóneo, lo que
me obligaría a adelgazar veinte o treinta kilos. «¿Has probado a hacer dieta?»,
me pregunta, sospechando que ni siquiera he probado a subirme a la báscula. Le
respondo con algo de fastidio que la única dieta efectiva es una estancia en un
campo de concentración nazi. Convencida de que no estoy dispuesto a renegar de
los placeres culinarios (la gula es el único pecado que cultivo con esmero), mi
amiga me propone que empiece a frecuentar el gimnasio. Pero si existe un lugar
que me resulte abominable (más abominable aún que un campo de concentración
nazi) es el gimnasio, esa especie de quirófano con olor a sobaco. «Pero, vamos
a ver –me exaspero–, ¿es que uno no puede ser un respetable metrosexual con sus
kilitos de más?» El diminutivo aplicado a mi notorio sobrepeso deja a mi amiga
esteticista muda y suspensa.
Descartadas
las dietas y las hazañas gimnásticas, pasamos revista a otras circunstancias
anatómicas. Mi amiga me toma la mano, como si se dispusiera a realizar alguna
adivinación quiromántica. «¡No me lo puedo creer! –exclama, sin molestarse en
disimular el escándalo–. ¡Pero si hasta te muerdes las uñas!» Me revuelvo como
un basilisco: «¿Y cómo te piensas que un escritor se enfrenta, si no, al folio
en blanco? O fumas como una coracha, o te lías a dentelladas con padrastros y
cutículas. No conozco otro método». Desmoralizada, mi amiga esteticista se
encoge de hombros. «¿Y mi peinado? ¿No piensas que debería renovarlo?», la
apremio. Ella escruta mi cráneo con parsimonia y prevención, como si fuese
discípula de Lombroso: como mi occipucio es un tanto apepinado, me disuade de
raparme el cabello; en cambio, me propone que lo alegre con mechas rubias.
«¿Estás segura? –la interrumpo, mosqueado–. Hasta la fecha, mi principal
atractivo ha sido mi aspecto modosito. Despierta los instintos maternales de
las chicas…» Vencida por el hastío o la resignación, mi amiga esteticista (en
quien sospecho que no despierto ningún instinto maternal), me despacha
recomendándome una retahíla de colonias, cremas exfoliadoras, cremas
revitalizantes, lociones astringentes y ungüentos de extracto de caviar que
mejorarán mi cutis volcánico y seborreico. «¿Y si me las aplico llegaré a ser
un metrosexual como Dios manda?» Mi amiga ensaya un mohín de fatiga o
incredulidad.
De
regreso a casa, confío a mi mujercita mis propósitos de metamorfosis. Con una
voz que refrena su indignación me ha amenazado: «Inténtalo y solicito el
divorcio». Así que le pueden ir dando por saco a la metrosexualidad.
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