Pinocho
09.08.1925
Cumpliendo
nuestro deber periodístico de escuchar las opiniones de los
elementos que interesan a nuestros lectores, hemos visitado la Casa de Fieras, dispuestos a entablar conversación con alguno de los vecinos.
elementos que interesan a nuestros lectores, hemos visitado la Casa de Fieras, dispuestos a entablar conversación con alguno de los vecinos.
Parece
que el león es el más indicado, por considerársele de antiguo como rey de los
animales.
En
la jaula, una hermosa leona tendida en el suelo, entorna los ojos al sol.
—Buenas
tardes. ¿El señor león?
Ella
me mira perezosamente con un ojo guiñado.
—Entra
y le buscas —dice.
—Muchas
gracias. No paso porque espero a un amigo —le contesto mintiendo—. ¡Cualquiera
se decide a pasar!
Entonces
grita vagamente:
—¡¡Balón!!
La
fiera resulta llamarse Balón.
Al
momento aparece por una puerta del fondo el esposo y se acerca despacio, majestuoso,
colocando cada garra en el suelo sin el menor ruido, como si caminara por una
alfombra.
—¿Me
llamas, Palmera?
—Este
niño quiere hablarte.
El
león me mira con sus. ojos amarillos, y yo casi me caigo de terror.
—¿Qué
deseas?
—Yo
soy Chonón; pertenezco a la redacción de PINOCHO, y venía a interviuvar a usted.
—¿De
PINOCHO? ¡Qué alegría! Pasa, pasa dentro...
Veo
tal sinceridad en su satisfacción, que me decido a entrar.
—¿Por
dónde? —pregunto.
—Por
entre estos dos barrotes más anchos. Primero cuela la cabeza... Así, muy bien.
Ahora vamos allá dentro para que no nos curioseen. Y dime, ¿cómo está Pinocho?
—Muy
bien. Le ha dado por el deporte y está muy fuerte.
—Puedes
comenzar la interviú.
—¿Por
qué le llaman a usted rey los demás bichos?
—¡Qué
sé yo! —exclama modestamente—. Tal vez porque dicen que soy muy majestuoso en
la marcha y piso siempre como si todo el terreno fuera mío. Soy fuerte,
dominante... No es más que eso.
—Ya
es bastante. ¿Cómo vivía usted en África?
—Lejos
de todo. Hasta de los míos. Los leones somos gente de poca sociedad. A veces no
vamos ni con nuestras esposas. Solos, solos...
—¿Y
qué comía usted?
—Reses;
pobres animalitos que iban tranquilamente a beber a los lagos. Por allí hay
poca agua, como tú sabes, y precisamente los escasos sitios húmedos se rodean
de matorrales. Yo me escondía, me arrastraba, olía, escuchaba, miraba por entre
los cañaverales, y de pronto daba un salto... y era mía la presa. Es muy bonita
la caza.
—Pero
un poco cruel —le digo.
—¿Cruel?
Menos cruel y más bonita y noble que la caza con escopeta. Eso no te quepa
duda, Chonón.
—¿Odia
usted a los humanos?
—¡Quita,
hombre, quita! Yo no sé quién inventa esas leyendas. No te digo que con mucha
hambre y en medio del desierto no me decidiera. Pero ahora... ya podían poner
esos barrotes de papel, como en las decoraciones de teatro.
—Pues
los hombres se aterran cuando oyen su rugido.
—Ya
lo sé. Y a lo mejor es que se me abre la boca de sueño. Algunos antiguos se
ponían nuestras pieles y nuestras cabezas por cascos y creían que así parecían
más valientes. Y hoy día, en algunas tribus, dan de comer a los niños el corazón
de mis hermanos para que se templen y se envalentonen. Aquéllos eran unos
cursis, y éstos unos incultos.
—Pero
eso es para envanecerse, señor Balón.
—Eso
sí. Tú ya ves la entrada del Congreso y tantos sitios más: un león con la garra
sobre la bola del Mundo. Eso significa poderío. Soy símbolo de amo. Y, sin
embargo, puede que me llegaran a enganchar a un arado, con un burrito por
pareja...
—¿Usted
cree eso?
—Naturalmente.
Lo que pasa es que en cuanto ven que me achanto y que no agarro mientras no
tenga ganas de desayunar, me gritan, me amenazan, disparan tiros al aire,
creyendo que así parecen más valerosos. Pero todo eso es fanfarronería, embuste.
Con halagos harían de mí lo que quisieran.
—Cuénteme
usted alguna anécdota de su vida.
—Voy
a referirte una que viene a pelo, querido Chonón. Estábamos una mañana muy tranquilos
en esta jaula mi esposa y yo, cuando apareció colocadísimo un pobre señor, con
sombrero de copa y bastón. Al llegar cerca de aquí, tiró el sombrero y se coló
por entre los barrotes que tú conoces. Yo creía que era un suicida equivocado.
Pero inmediatamente llegó su esposa con una escoba, y le gritaba desde fuera:
«¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Sal aquí!» Pero él no salía. Estaba tan a gusto entre
nosotros, que sí que éramos mansos.
Reímos
el león y yo; y Palmera, que escuchaba también, rió al recordarlo.
Después
digo:
—Para
terminar, señor Balón, ¿cómo fue usted cazado?
—En
una trampa traidora; en una especie de trincherita, con la boca más estrecha
que el fondo y cubierta con cañas. Cuando caí adiviné la mano del hombre; la
adiviné según caía. Vino en seguida un griterío de negros, que me insultaban
culpándome de la desaparición de una cabra. Me enredaron en una red y me
enjaularon luego. Cuando oí que me traían a Madrid, pensé que sería para tirar
de la Cibeles o para el Congrego, porque hubiera fallecido alguno de mis cuatro
hermanos. Pero me trajeron aquí, y aquí estoy. Me casé con Palmera, que es muy
mujer de su casa, aunque un poco perezosilla, y vivimos felices.
Al
despedirnos me ofreció su tarjeta. Decía así:
—Balón
León. No es tan fiero el león como le pintan.—
CHONÓN
EL CURIOSO.
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