Al
margen de la fábula
Pinocho
09.08.1925
Cuando
la señora del Cuervo acabó de cenar exclamó:
—El
caso es que aún tengo hambre. Esposo mío, haz el favor de traer el queso de la
despensa.
Al
pobre Cuervo se le erizaron las plumas. Habla llegado la hora de la catástrofe.
Trató de evitarla.
—Mira,
yo creo que por la noche es malo comer demasiado... Luego tiene uno
pesadillas... Además, estás empezando a engordar.
Nunca
lo hubiese dicho. Ante aquella alusión, la señora del Cuervo se irritó:
—Sabía
que eres muy tacaño, pero no que fueses grosero. Engordar yo, cuando todo el
mundo me admira... El otro día, un señor de la ciudad, muy bien vestido, y
hasta con gafas de oro, que iba con su señora, dijo, mirándome volar: —Mira,
Eugenia, un rapaz—. Me tomó por una criatura.
—Te
lo digo por broma —dijo el Cuervo, a quien todo pretexto le parecía bueno para
retrasar el terrible momento. Ya sabes tú que nadie tiene el plumaje tan negro
ni el pico tan amarillo como tú, amor mío.
—Bueno,
bueno... Basta de trucos y trae el queso —ordenó la esposa, que no perdía su
idea de vista. Alguna vez hemos de empezarlo. O si no, iré yo por él.
El
Cuervo cerró los ojos... ¡Ya se había armado la gorda! Y lo de la gorda podía
aplicarse a su esposa, que volvió de la despensa enfurecida y con una badila en
alto:
—Bribón,
goloso, vago. ¡Ya comprendo por qué no querías ir a buscar el queso! Te lo has
comido todo. ¡Señor, qué he hecho yo para merecer un marido tan desvergonzado!
—gimió dejándose caer sobre la mesa las pajas del nido.
—¡Déjame
que te explique! —murmuró el infeliz, tratando de atajar el torrente de
insultos—. Vas a despertar a todos los pájaros... Ya sabes que encima de
nosotros duerme el sisón, que, aunque tiene el sueño pesado, puede oírlo
todo...
—¡Mejor!
¡Así se enterarán todos de tu desfachatez! ¡Hay que ver, comerse un queso él
solito!
A
duras penas logró el Cuervo explicarle lo sucedido. Estaba arreglando la
despensa cuando pasó bajo el árbol Maese Zorro. Habitualmente no le saludaba,
pero aquella mañana le deseó los buenos días y le alabó mucho su belleza y aire
inteligente. El, como persona fina, le respondió, mientras continuaba su tarea.
Maese Zorro continuó sus elogios y le dijo una cosa que le llegó al alma.
Sin
duda le habían hablado de su hermosa voz y estilo de canto, porque opinó que,
si su voz corría parejas con el esplendor de su plumaje, seria, sin duda
alguna, el Fénix del bosque.
—¡Ja,
ja! ¡El «Félix»! —rió la Cuerva, que era persona poco instruida—. ¡Algún
cantaor de café flamenco! Y tú, ¿qué dijiste, pazguato?
No
le pude contestar, porque en aquel momento tenía el queso en el pico para
guardarlo en el armario.
—¡De
seguro le has convidado a merendar, por darte coba! ¡Ay! ¡Qué paciencia
necesito!
—No...
—dijo el Cuervo muy apurado—. No le dije nada... Pero el Zorro siguió diciendo
que le habían contado que yo cantaba mejor que el «Mochuelo» y que debía
cantarme una copla... Yo, para complacerle, abrí el pico, y dejé caer el queso
al suelo...
—¿En
el barro? —dijo la dama—. ¡Sucio, más que sucio!
—No
llegó a tocarlo... El Zorro lo alcanzó con el hocico y desapareció más que a
paso... Pero puede que lo devuelva...
—¡Sí...
lo devolverá si le hace daño! ¡Imbécil, pazguato! Por supuesto, que la culpa es
mía. Si me ocupase yo de todo...
—¡Te
hubiese ocurrido lo mismo! —dijo el Cuervo.
—No
soy tan tonta... Y si lo dudas —añadió al ver que el Cuervo se sonreía—, mañana
verás como el Zorro no me toma la pluma.
Y
se acostaron sin postre y de muy mal humor.
A
la mañana siguiente, cuando Maese Zorro volvía de visitar un gallinero, se
encontró con la señora del Cuervo, encaramada en una rama y con un queso en el pico.
—¡Vaya!
¡Por lo visto, esta familia tiene delirio por el queso! El caso es que yo
también. Veamos si consigo arrebatárselo.
Y
parándose debajo del árbol, saludó muy fino:
—¡Muy
buenos días, señora!
La
pájara le contestó con una inclinación de cabeza muy seca.
—¡Cuánto
me alegro de verla! ¡Se vende usted muy cara, como todo lo bueno!
La
señora del Cuervo sonrió, sin contestar.
—La
verdad es que tiene usted un marido que canta como un ruiseñor. Y ya me han
dicho que usted le acompaña maravillosamente.
La
aludida se encogió de alas, pero no soltó el queso.
—Por
supuesto, que con esa cara y con esas hechuras, aunque no cante, no lo
necesita... ¡Preciosa!
La
señora del Cuervo triunfaba. En vano el Zorro derrochaba tesoros de elocuencia.
¡Ella no se dejaba engañar! Y para afirmar su triunfo y que lo oyese su marido,
oculto en el nido, exclamó:
—¡Vaya,
vaya, señor lisonjero, con la música a otra parte! ¡Ya ve que conmigo pierde el
tiempo!
Pero
cuando acabó se dio cuenta de que ella también había dejado caer el queso y que
ya el Zorro se lo llevaba lejos, mientras el Cuervo reía como hacía tiempo que
no había reído.
JOSÉ
ZAMORA.
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