Había
un hombre que trabajaba de portero de un prostíbulo. En esa época era el
trabajo peor pagado de todo el pueblo. Este hombre trabajaba día y noche largas
horas para poder alimentarse. Estuvo casi 20 años en ese mismo lugar, hasta que
un día cambiaron de jefe. El nuevo dueño, que poseía nuevas ambiciones, le
propuso al portero que anotara en un papel cada día el número de personas que
entraban, la edad de cada uno, y las posibles quejas o sugerencias que
tuvieran, siempre con el fin de mejorar. El portero, al recibir esta nueva
tarea, le respondió:
—Señor,
yo estaría encantado de poder hacerlo, pero yo soy analfabeto y no sé leer ni
escribir.
A
lo que el responsable del negocio, le respondió sin miramientos:
—Lo
siento mucho, pero estás despedido. No nos podemos permitir tener a alguien que
no sepa leer ni escribir, requerimos de mejoras y, como comprenderás, esto no
lo podemos permitir. Lo sentimos mucho, que tengas suerte. —Y así, sin más, lo
despidieron.
Este
buen hombre, tantos años trabajando, haciendo siempre lo mismo y para la misma
empresa, se paró a pensar, y se le vino el mundo encima. Totalmente hundido se
dijo a sí mismo:
—¿Dónde
voy ahora yo sin saber leer ni escribir y haciendo siempre lo mismo?
Al
poco tiempo, cierto día recordó que cuando estaba en el prostíbulo, de vez en
cuando arreglaba alguna cama que se había roto, alguna puerta que estaba
descolgada y que se iba apañando medianamente, aunque no fuera su trabajo
principal. Pensó que quizá podría dedicarse transitoriamente a esto, arreglar
cosas a la gente del pueblo, hasta que encontrara un trabajo. Siguió dándole
vueltas a sus posibilidades y vio que necesitaba hacer algunas compras porque
no disponía de todas las herramientas.
Continuó
pensando y planificando, y se acordó que en el pueblo no había ferretería, con
lo que tenía que andar largos kilómetros hasta llegar a la ferretería más
cercana, situada en el vecino pueblo, que era algo más grande y disponía de más
comercios. Se dirigió camino arriba hacia la ferretería y, una vez allí,
explicó su situación al dependiente, el cual tomó buena nota de los planes del
antiguo portero.
Poco
a poco, al igual que en la ferretería, la gente del pueblo se iba enterando de
que este señor iba andando a la ferretería de la localidad vecina. Se daba el
caso de que muchos de los vecinos no tenían tiempo para ir al pueblo de al
lado, donde había más comercios y negocios, a otros se les hacía pesado o no
siempre tenían ganas. Y entonces algunos vecinos y conocidos le empezaron a
proponer algún encargo para comprar alguna herramienta o incluso otros
artículos en otros establecimientos. A cambio ellos le pagarían una propina por
cada viaje que él hiciera.
Algunos
meses después, el antiguo portero ya no sólo arreglaba aquello que los vecinos
le pedían, sino que también recogía herramientas y otros artículos por encargo,
ganando bastante dinero extra gracias a estos largos paseos. El boca a boca
hizo que este hombre al cabo de unos cinco años creara la primera ferretería en
su pueblo. Después de todo su trabajo y esfuerzo, se especializó en las
reparaciones y el mantenimiento y su negocio empezó a prosperar a una velocidad
de vértigo. Años más tarde su negocio se convirtió en el más importante del pequeño
pueblo, atrayendo incluso a personas de otros pueblos cercanos.
El
antiguo portero había pasado ya a ser conocido y llamado como el ferretero del
pueblo. El hombre había incluso creado empleo y disponía de un empleado hacía
algún tiempo, lo que le permitía moverse con libertad y acudir también a las
casas de los vecinos a hacerles reparaciones. Ya no debía pasar todo el día en
el taller y disponía de más tiempo.
Fue
entonces, un día cualquiera, cuando el ferretero decidió donar parte del dinero
que había acumulado para que se construyera una escuela infantil en su pueblo.
Un acto de enorme generosidad, ante el cual el alcalde acudió a visitarle para
agradecerle enormemente lo que había hecho, en nombre de todo el pueblo. Construida
la escuela, el alcalde programó un sencillo acto donde propuso al noble
ferretero que firmara en el libro de honores, el cual se exhibiría en una
vitrina en la escuela como reconocimiento de su labor, para que además de dar
constancia de lo que había hecho, pudiera dejar su huella con unas palabras,
que todos pudieran leer por siempre.
El
hombre, se quedó parado, pensando por un momento, y le dijo:
—Agradezco
enormemente que quiera que escriba unas palabras, pero yo no sé escribir… ¡soy
analfabeto!
El
alcalde, perplejo, le respondió con incredulidad:
—No
me puedo creer lo que está diciendo. ¡Me pregunto qué sería usted si hubiera
sabido leer y escribir con lo que ha liado en el pueblo con sus acciones!
El
hombre, sin dudarlo por un momento, humildemente le respondió:
—Eso
sí se lo puedo decir yo. Si hubiera sabido leer y escribir, sería portero de un
prostíbulo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario