Anguita
aspiraba a que la política se convirtiera en el arte de la deliberación
racional, del legítimo choque de ideas del que saldría triunfante la posición correcta
racional, del legítimo choque de ideas del que saldría triunfante la posición correcta
ALBERTO
GARZÓN ESPINOSA 16 MAY 2020
En
cierta medida, Julio Anguita no era de este mundo. Al menos no del mundo de la
política actual: ese ecosistema inundado de gritos, aspavientos, hipérboles,
demagogia y descalificaciones que ahoga nuestro día a día. El estilo con el que
Julio transmitía siempre fue otro: el de la pedagogía, la explicación detallada
y la discrepancia respetuosa. Y armado con esos instrumentos y con un profundo
bagaje de cultura general, él se adentró con convicción en la gigante tarea de
cambiar este mundo de base. No es poca cosa.
Este
no es lugar para repasar apresuradamente su compleja y completa biografía
política. Hay registros suficientes en los libros que escribió –solo o
acompañado– así como en las crónicas políticas de las últimas décadas. Sin
duda, siempre es buena idea leer sus textos y escuchar sus discursos, los
mismos que animaron a miles de personas a interesarse por la política. A contribuir
a mejorar este país. Entre ellos, al que escribe estas letras: le debo a Julio
haberme convencido, sin él saberlo, de militar en el Partido Comunista de
España. Cuando bastantes años más tarde se lo recordé, me contestó con su
acidez habitual: “A mí no me eches la culpa de eso, carga tú solo con esa
responsabilidad”.
Aquella
responsabilidad creció de manera exponencial cuando nuestros compañeros me
eligieron para ocupar el cargo que él en otro tiempo había ostentado, el de
coordinador general de Izquierda Unida. Era comprensible sentirse pequeño a su
lado. Siendo Julio coordinador, contribuyó de manera mucho más que notable a
dignificar la política. Su elocuencia era manifiesta, pero sobre todo destacaba
de él el fuerte apego a los valores y a los principios de la izquierda cívica,
democrática y comunista. Él era un profesor, un hombre de virtudes republicanas
que nunca dejó de querer aprender y tampoco de querer enseñar.
Aunque
los problemas del corazón le alejaron de la primera línea política, Julio
siguió siendo un referente principal en este país. Desde esa posición más
sosegada, “de retaguardia” como a veces gustaba de decir, impartía enseñanzas a
través de sus artículos, de sus apariciones en prensa y de algunos pocos actos
públicos que hizo en los últimos años. Incluso participó en algún que otro
mitin electoral, apoyando a Izquierda Unida y más tarde a Unidas Podemos.
Todavía hace unos pocos días nos mandaba ánimos a quienes ahora estamos en el
Gobierno y nos recordaba que lo más importante, “lo prioritario”, era la
construcción de una sociedad civil activa y formada, capaz de frenar a la
extrema derecha y de alumbrar una nueva sociedad que hiciera del cumplimiento
de los derechos humanos el eje de todo proyecto político. Ese era su objetivo.
Julio
aspiraba a que la política se convirtiera en el arte de la deliberación
racional, del legítimo choque de ideas del que saldría triunfante la posición
correcta. Sin embargo, no era un hombre ingenuo y su paso por la política
activa le había proporcionado suficientes enseñanzas como para reconocer que su
ideal distaba mucho de parecerse a la realidad. A mí personalmente me alertó de
las eternas disputas internas en los partidos, de los documentos congresuales
que se aprueban y no se cumplen, de las banderas que se usan para enfrentar a
los pueblos olvidando las clases sociales y del negativo papel que en la
formación ciudadana tenía cierto embrutecimiento mediático. Sabía que
necesitábamos fomentar en la sociedad el pensamiento crítico, alimentar la
curiosidad innata que tenemos todos por aprender cómo funciona el mundo y, sobre
todo, quería estimular la capacidad de los de abajo para movilizarse frente al
abuso de los de arriba. Su causa era una causa justa.
Julio
siempre tuvo muy identificados los riesgos de quiebra de nuestra sociedad.
Desconfió de la modernización española de los años ochenta, a la que supo
reconocer sus aciertos, pero a la que no perdonó sus errores. Su visión crítica
del proyecto europeo resuena hoy como un eco terrible sobre las realidades
cotidianas de los pueblos del sur. La lucha de Julio contra el neoliberalismo
europeo ha sido y será, sin duda, uno de los ejemplos más evidentes de su
propia lucidez. Él no era adivino, sino un hombre inteligente que supo rodearse
de gente inteligente. Por eso Julio se alzaba sobre todos los demás con el uso
del entendimiento, sin dogma alguno. Y la gente le escuchaba; le escuchábamos.
Incluso sus más fervientes críticos sabían reconocer en él su firmeza y
capacidad; infundía respeto.
Conviene
recordar que Julio nunca sacralizó nada. No lo hizo con su partido, pues detestaba
el patriotismo de siglas, aborrecía de los continuos idus de marzo que tenían
lugar dentro de las organizaciones, y prefería la lealtad a las ideas y a la
razón. Pero tampoco sacralizó su propia figura y dedicó muchos esfuerzos a
estar alerta frente a ese riesgo. Ni siquiera le gustaba que le pidieran
hacerse una foto con él y no en pocas ocasiones respondía con sequedad que no
era un cantante de rock. Él, Julio Anguita, era un servidor público. Nada más y
nada menos. Y gracias a eso es un ejemplo que deberíamos ser capaces de
extender.
Hoy
el hilo rojo de Julio Anguita se ha apagado. Estoy convencido de que, si nos
pudiera ver aquí y ahora, llorando y lamentando no haber aprendido aún más de
su sabiduría, nos echaría la bronca. Probablemente nos diría que ese hilo rojo
tiene que continuar y que la responsabilidad de esa tarea recae en cada uno de
nosotros. Sea así. Amigo Julio, allá donde estés, te queremos y te echaremos de
menos. Salud y República.
Alberto
Garzón es coordinador federal de Izquierda Unida y ministro de Consumo.
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