Mahmú
(15.05.2020)
Cuentos
para los hombres que son todavía niños - Teresa Wilm Mont
Es
de esas muñecas, que arrancan de los labios infantiles una risa acariciadora, y
el mejor sentimiento de bondad a sus almas puras.
Los
niños quieren a sus juguetes feos, los compadecen; presienten ellos que la
fealdad es un defecto inexcusable en la vida…
Mi
muñeca larga, larga, como el bostezo de un hambriento, se llama Mahmú.
Sus
anchos pies están calzados por lindos borceguíes castaños; dos poemas de
zapatero viejo, que al coser los botincitos hilvanó en ellos sus últimas ilusiones…
Apoyada
en el espejo del tocador me mira la muñeca, con sus ojos de jirafa mansa, fijos
y brillantes como si llorasen silenciosamente.
—¿Qué
tienes muñequita mía? ¿Por qué se humedecen tus ojicos?
Pobrecita,
la traigo a mi cama, apretada entre los brazos, le arrullo, le canto, juego con
su cabecita, destrenzando sus sedosos cabellos color de avellana.
Mi
Mahmú es la única figura que, como yo, se asemeja a un ser humano; la única que
conoce mi soledad.
De
tanto mirarla, en mi ansia de ser comprendida, he traspasado un soplo de
entendimiento a sus miembros de trapo.
Me
habla y dice: —Hace frío, ¿verdad?
—Sí,
hace frío —respondo.
—¿Y
no hay sol? ¿Dónde estamos, Teresita?
—¡Ah
muñequita! Este es tu país natal; no lo recuerdas porque al salir de aquí no
tenías pensamiento. Reposabas muy tiesa dentro de una caja de cartón, acuñados
los brazos con pajitas de arroz.
—Entonces
¿estaba muerta? — me dice con su vocecita nasal.
—Sí,
muñequita, guardabas frío silencio; eras el ídolo de muchas criaturas que
vislumbraron tu carita en las vidrieras de un almacén. Tú esperabas, sin
imaginarte, que manecitas infantiles vendrían a darte calor, animación.
—Entonces
¿tú eres una niña?
¡Pobre
Mahmú! No sabe cuánto me duele su pregunta, ni se ha fijado que vuelvo la cara
para que no vea mi angustia.
—No
muñeca mía; no soy una niña. Las chiquillas no conocen las miserias, no han
penetrado la vida, y tienen una madre que las besa protegiéndolas, como yo a
ti.
Guardamos
silencio, ella en su corazón de estopa, yo en el mío de piedra.
Nieva;
el cisne, caballero del invierno, deja las heladas plumas de su pecho en mi
balcón. Yo pienso, recuerdo…
—Oye,
Teresita —me interrumpe Mahmú— las otras muñecas ¿pueden hablar como yo?
—Sí,
Mahmú, las que han sido compradas para los niños.
—¿Cómo
son los niños?
—Ah!
tú no puedes imaginarlo, Mahmú. Ellos son poetas vírgenes, son sabios de frente
tersa, sus miradas trascienden una dulzura que da ganas de llorar. Sí, Mahmú,
las muñecas hablan por la boca de los nenes, y gimen y ríen… Yo no sé por qué
me apena decírtelo, pero tú has caído en manos de una juventud anciana. Mis
ojos no pueden mirarte como esos ojos límpidos, espejos del cielo, y lo que
dice mi boca, es un doloroso remedo de aquello que hablan los niños.
¡Ah,
los hijos! Habrá palabras para decirte cuál es la incomparable felicidad que
ellos regalan con sus besos al corazón de la madre; ellos son bondad, son
fuente de pureza. Con sólo verlos brota del alma un acto de contrición, así
como brotan espontáneas las flores bajo la caricia del sol.
Los
hijos son el radioso lucero en la noche tormentosa de la vida. Si se van, o se
mueren, jamás se les olvida; la ausencia y la muerte, no son capaces contra la
gloria única de ese amor.
¡Ah,
los hijos, los hijos!
—Teresita,
tu voz tiembla, está húmedo tu rostro, ¿lloras?
—No
muñequita, hace frío… nieva… hay un eterno invierno dentro de mi corazón.
Mahmú
afligida se esconde entre mis brazos; sus manecitas pequeñas, rellenas de
algodón, resbalan suavemente por mi rostro, y me dice al oído con voz
entrecortada:
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