Buen
Humor (Madrid) 14.01.1923
El
anarquista Ruscoff, perteneciente a no sé cuántos grupos del anarquismo
internacional y militante, residía en Madrid, donde vivía a lo burgués en uno de los mejores hoteles, mientras esperaba las ordenes de un Comité misterioso, a cuyo cargo corría la ejecución de siniestros planes. Ruscoff era un hombre triponcillo, reidor y de charla amenísima; cultivaba sus amistades entre sacerdotes, militares y policías, y jugaba interminables partidas de billar con unos cuantos venerables rentistas, que tenían de él un concepto irreprochable por su exquisita corrección de maneras. Esta no le abandonaba ni cuando, a las altas horas de la noche, y en la soledad de su cuarto, abría el baúl, en cuyo fondo se ocultaban tres o cuatro bombas exterminadoras. Las acariciaba con mimo; las pallapaba cariñosamente; las miraba con ojos enternecidos; le faltaba poco para besarlas, y, al fin, las dejaba otra vez en su escondrijo, murmurando:
internacional y militante, residía en Madrid, donde vivía a lo burgués en uno de los mejores hoteles, mientras esperaba las ordenes de un Comité misterioso, a cuyo cargo corría la ejecución de siniestros planes. Ruscoff era un hombre triponcillo, reidor y de charla amenísima; cultivaba sus amistades entre sacerdotes, militares y policías, y jugaba interminables partidas de billar con unos cuantos venerables rentistas, que tenían de él un concepto irreprochable por su exquisita corrección de maneras. Esta no le abandonaba ni cuando, a las altas horas de la noche, y en la soledad de su cuarto, abría el baúl, en cuyo fondo se ocultaban tres o cuatro bombas exterminadoras. Las acariciaba con mimo; las pallapaba cariñosamente; las miraba con ojos enternecidos; le faltaba poco para besarlas, y, al fin, las dejaba otra vez en su escondrijo, murmurando:
-
No os impacientéis... Ya llegará vuestra hora...
-Llegó,
efectivamente, la hora cuando Ruscoff menos lo esperaba. Hallándose cierta
tarde juega que te juega al tresillo con dos comisarios de policía, recibió una
carta en la que se le mandaba que al día siguiente de la llegada de la misiva
empezara a poner en práctica su plan de aniquilamiento y alarma. Excusóse con los comisarios por no poder
verlos al otro día, y éstos se mostraron discretos. Uno de ellos se imaginó que
se trataba de concertar algún negocio; pensó el otro que Ruscoff tenía alguna
cita amorosa; pero ambos se limitaron a enarcar las cejas y a dirigirse a
hurtadillas una mirada de inteligencia, sin hacer la más leve observación al
interesado.
Al
día siguiente, pues, Ruscoff cogió una bomba que debía estallar mediante un
aparato de relojería, la colocó cuidadosamente en una maleta, y salió con ella
a la calle. Era la tarde de un día de noviembre, a punto de anochecer; brisa
fresca, cielo plomizo y chaparraditas intermitentes. Ruscoff pensaba abandonar
la maleta en cualquier sitio, cuando nadie lo notase. Lo primero que se le
ocurrió fue dirigirse a la estación. Llegó a la sala de espera. Aproximábase la
salida de un tren. La gente se afanaba de uno en otro sitio, Ruscoff dejó su
carga en el suelo, y comenzó a mirar para acá y para allá, haciéndose el
distraído, como si todo le importase más que su maleta. Pensaba que, dentro de
un rato, allí mismo, o adonde fuese llevada la maleta, la bomba estallaría con
horrísono estruendo, y unas cuantas personas volarían hechas piltrafas por el
espacio. No se conmovió con esto. Los anarquistas han de ser hombres que
estimen en nada la vida de los demás. La cuestión es transformar a la Sociedad;
transformarla, por lo pronto, en papilla, a ver qué sucede después. Ruscoff se fue
distanciando poco a poco de la bomba mortífera; ya iba a poner los pies en la
calle, cuando un guardia se encaró con él y le dijo:
—
Caballero, que se deja olvidada la maleta...
Ruscoff
hizo un gesto de pasmo, masculló un «¡Caramba!» de asombro, y dio a la
autoridad las más expresivas gracias con una ejemplar cortesía. Mientras para
sus adentros le decía «¡Maldita sea tu estampa!», por fuera rebosaba zalemas y
frases de agradecimiento.
Al
verse en la calle con la maleta trágica pendiente del brazo, Ruscoff resolvió
tomar un coche de punto. Aquel caballejo ruin y enteco, en cuyo magro cuello
tintineaba una campanilla tocando a agonía, puso en juego los resortes
crujientes de sus huesos y, amenazando desarmarse a cada instante, emprendió un
trotecilio cansino, muy lento, como es natural, ya que lo que andaban dos de
sus patas parecían desandarlo las otras dos, y ya que, en vez de correr en línea
recta, corría al sesgo de una en otra acera. No impedía esto que el cochero,
orondo en su pescante, clamara de vez en cuando: «¡Caballo!... ¡Quieto,
caballo!...», sin duda para sosegar los ímpetus del animal, que, a pesar de
todo, se encaminaba hacia el sitio designado. Era éste una calleja solitaria y
mal alumbrada. Una vez allí, Ruscoff echó pie a tierra, pagó al auriga, que
sofrenaba al caballo, para sostenerlo quizás, le dio una buena propina, y se
marchó, dejando la maleta en el coche, como puede suponerse. Sin embargo, no
había andado cinco metros cuando el cochero lo llamó a gritos:
—¡Caballero!..
Acercóse Ruscoff . ¡Caballero!.. . .
—
Que se dejaba la maleta.
He
aquí otra vez a Ruscoff con la maleta. El anarquista torció la esquina,
recorrió varias calles e intentó desprenderse de la bomba en dos o tres
ocasiones; pero todo en vano. Siempre hubo alguien que le advirtió de su
distracción y lo puso de nuevo en posesión de la maleta. El tiempo, en tanto,
pasaba, y el apremio de dejar el maldito artefacto hacíase cada vez mayor.
Dentro de la maleta latía un reloj siniestro. Ruscoff creía percibir su
tictaqueo amenazador. ¿Qué hacer?...
Habíase
parado para meditar; como levantara la cabeza, vio junto a él a un tipo poco
tranquilizador de aspecto. Tenía chirladas las mejillas, torcida la boca,
atravesado el mirar y esquinada la silueta. Un mechón de cabellos le partía la
frente en dos. De su ropa, no hablemos, porque casi no la usaba; un harapo
aquí; un agujero allá; carne sucia y manchas por todas partes...
—
¡Este es mi hombre! — pensó Ruscoff.
Acercóse
a él y le dijo:
—
¿Me quiere llevar esta maleta?
—
Sí, señor. ¿Adónde hay que ir?...
Ruscoff
le nombró una calle de los barrios extremos.
El
hombre vaciló.
—
Habrá una gran propina — agregó Ruscoff.
Ambos
individuos se pusieron en marcha. En cuanto empezaron a andar, Ruscoff explicó
a su acompañante:
—
Usted, por lo que veo, disfruta de buenas piernas; yo, en cambio, tengo un reuma
que apenas me permite dar un paso...
Hubo
una pausa. Luego añadió:
—
Le suplico que cuide de la maleta como de las niñas de sus ojos. Llevo en ella
toda mi modesta fortuna: unos miles de pesetas en billetes y algunas joyas
valiosas...
Continuaron
su caminata. Ya era de noche. Por las calles apartadas del centro de la ciudad,
sólo algún que otro farol silbaba quejumbroso. Las raras personas que por allí
se aventuraban, desaparecían en los grandes coágulos de movedizas sombras.
Ruscoff,
simulando una cojera, dejaba que su compañero se alejara cada vez más de él. El
anarquista pensaba: «Ese desarrapado sabe que yo no puedo perseguirlo, y cree
que lleva en la mano una fortuna... Echará a correr de un momento a otro...»
El
hombre, sin embargo, parecía no decidirse. Cierto que a cada momento volvía la
cabeza; evidente que se mostraba inquieto y desasosegado... Pero ¿por qué no
emprendía la fuga?...
Y
el tiempo acuciaba. La máquina infernal seguía andando, andando, ya próxima a
la meta fatal.
Ruscoff,
pues, resolvió obrar por su cuenta; acortó todavía más el paso, y en cuanto
llegó a la primera esquina, metióse calle adentro, aprovechando un descuido de
su acompañante. Medió la calle, y llegó casi al final de la misma sin novedad.
Respiró a plenos pulmones... ¡Qué satisfacción!... Pero de súbito quedóse
yerto.
—
¡Caballero!... ¡Caballero!... — gritaba una voz bronca.
Ruscoff
miró hacia atrás, y vio que el desarrapado corría a su alcance.
El
anarquista, fuera de sí, pensó: «Es una desgracia tropezar en un día con tantas
personas honradas.» Y empezó a correr con todas sus fuerzas. Cruzaron ambos
como una exhalación por dos o tres calles, hasta que, por último, el hombre de
los andrajos acorraló a Ruscoff contra la valla de un solar.
—
¡Tome lo suyo! — le dijo.
Ruscoff,
pálido, desencajado, sonreía y sonreía, sin alargar la mano.
—
¡Tome lo suyo! — insistió el otro.
Un
guardia que había corrido tras ellos, se les acercó.
En
aquel punto estalló la bomba.
¡Qué
estrépito! ¡Qué rosa tan sangrienta se abrió en las tinieblas!... Trepidó el suelo,
vibró el aire como al paso de una tromba, voló hecho astillas un buen trecho de
la valla cercana, y los tres hombres se hicieron añicos. Las tres almas saltaron
de sus cuerpos y se encontraron envueltas en una densa humareda. El alma del
guardia chilló entonces iracunda:
—
¡Dense presos, señores!...
José
A. LUENGO
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