Seguidores

jueves, 30 de abril de 2020

El ojo de cristal (30.04.2020)

El ojo de cristal (30.04.2020)
Tela Cortada - Lo que fuera, sonará 21.12.1895
Ya se habían corrido las amonestaciones y muy pronto D. Inocente
Verduguillo, hombre obeso, con esa obesidad de arco que delata á la persona para quien la vida es un restaurant y el mundo un plato bien condimentado, abandonaría las comodidades del solterón por las sonrosadas caricias del matrimonio.

D. Inocente se casaba.

Para él, hombre gordo, el matrimonio era una cuesta en la que indudablemente se fatigaría, pero eso no le arredraba; su solo objeto era el de poseer el corazón de aquella muchachuela de ojos garzos y boca de mieles, en la que había sido una mosca pesada; codiciaba con ansias seniles las airosas curvas de aquella alegre mariposa de taller, que más de una noche había revoloteado por el bullicioso salón de un baile de máscaras libando en los labios de los hombres caricias y besos consagrados por la hechizante espuma del champagne.

Demasiado comprendía que su arruinado continente avasallado por la labor del tiempo, no podía cautivar el corazón de aquella chicuela, ni mucho menos aprisionarle en las espesas redes de la fidelidad; pero sin embargo él se las prometía muy felices, merced a sus caricias y tiernas solicitudes. Y gracias a que su parle física había de sufrir grandes reformas debidas a los adelantos de la ciencia y a los numerosos y delicados tintes que un peluquero amigo suyo fabricaba y que eran, por decirlo así, el resurrexit de los que, como él, buscaban en la química el primitivo color de sus cabellos.

Con efecto, D. Inocente cada día era más rubio, cosa que no dejó de asombrar a sus amigos de la infancia, viejos apuntalados en afeites, y que a los pocos días se volvieron tan rubios como él.

¡Misterios!

Lo cierto era que D. Inocente según se aproximaba el día de la boda, se remozaba.

Bien es verdad que nadie echó en tan poco tiempo tantas canas al aire.

Su continente era más erguido; aquellos pronunciamientos del abdomen fueron reprimidos merced a la destreza de un ortopédico, si bien con detrimento del individuo, que sudaba la gota gorda, y al que lo estaba redado bajarse al suelo, bajo ningún concepto, so pena de una formidable explosión; pero ¿qué valían esta fatiga ante la codiciada noche de novios, ante el grato perfume de la flor de azahar al abrir sus candorosos pétalos?

El día anterior al de la boda fue para D.; Inocente un día terrible.

A casa de la modista, a la que había encargado un trousieau con las esplendideces de un príncipe (D. Inocente no reparaba en gastos); a la fonda, a encargar la comida de boda, cincuenta cubiertos con el champagne aparté; a casa de la florista, a ver el ramo de azahar, grande, más que las murmuraciones de las malas lenguas; a casa del joyero; a la fotografía para retratarse en los umbrales de la felicidad; al sastre; é la parroquia... ¡ah! y ó casa del ortopédico para que diera dos vueltecillas á la faja que servía de malecón a aquel vientre.

Fue un día de prueba.

Cuando llegó a su casa se acostó y a los pocos momentos a sonrisa del hombre feliz asomó a sus labios, D. Inocente soñaba, sí, soñaba que estaba al lado de ella, entrelazados sus brazos y rodeados de un nimbo de luz que destacaba las rubias cabecitas de los angelitos, lo mismo que en una tarjeta de ¡Felicito a usted las Pascuas!

A los pocos momentos, un fuerte ronquido devolvió a D. Inocente a la vil prosa de la vida.

Guando el sol se destacó en el horizonte como una inmensa bola de fuego, D. Inocente se despertó, restregóse los ojos y sus labios dibujaron una sonrisa.

La dicha le aguardaba. Se vistió con todas las agravantes del que va a casarse, ensayando en el espejo de cuerpo entero la más airosa de las posturas, y pretendiendo imprimir a su cuerpo movimientos de balancín, a lo que la faja se oponía con una tenacidad verdaderamente desesperante. Con aires de conquistador y con trofeos de hombre feliz, salió de su casa, procurando hacerlo con el pie derecho para componer el agüero, y se dirigió a casa de la novia, donde ya le aguardaban con impaciencia los convidados.

El cura bendijo aquella unión de la mariposa y el rinoceronte, y en los gangosos latinajos que se escapaban de su boca, como aire del agujereado fuelle, iba todo el misterioso oráculo del porvenir.

Ya en la calle y organizada la comitiva, se fueron a la fonda, donde la mesa puesta con ciertos refinamientos aguardaba.

Por la calle padeció mucho D. Inocente bajo el poder de algunos curiosos, que se preguntaban quién sería el novio, y hubo atrevido que exclamó: «¡Olé las buenas personas, y bendito sea su papá de osté que va a su lao más hueco que una caña!»

El día, un día de alegría, en que el chiste, apuntado de verde, salpicaba el ramo de azahar de la desposada y las mandíbulas se abrían al paso de fuertes carcajadas, tocó a su fin.

La comida transcurrió sin más accidentes que uno do verdadera Importancia para D. Inocente, cuyo fax, de congestionada, tornóse lívida.

¡La maldita faja!

Olvidando la prohibición del ortopédico, quiso hacer el cadete y bailar, bailar con su mujer; pero en una de las agitadas vueltas del vals, cayó el abanico, y ¡oh compromiso! ¡cómo permitir que ella se molestara! De ninguna manera. D. Inocente, con todo un poema de resignación en la mirada, se bajó a recogerlo, y entonces la explosión fue inmensa, tanta, que los convidados pensaron en una mano criminal.

El abdomen, libre de trabas, respiró con satisfacción y recobró con holgura su primitiva residencia: D. Inocente, en el torbellino del baile, quiso olvidar tan dolorosa impresión, pero el extremado ejercicio le hizo sudar tan copiosamente, que el rubio del cabello comenzó a palidecer y a volverse blanco, con sorpresa de todos, que no comprendían aquellos cambios tan rápidos como los cristales de una linterna mágica.

¡Oh, dolor! El tinte huía como el crepúsculo, que empezaba a bañar los cristales en mortecina luz.

Los recién casados, libres de felicitaciones, se retiraron a su casa; ella con la sonrisa picaresca y el gracioso mohín de la gitanilla; él con el espíritu sumido en densas nieblas.

La luz se apagó y las sombras invadieron la alcoba.

A la madrugada un nuevo desengaño estaba reservado a la nueva esposa.

Guando ésta despertó para arrebujarse entre la espesa manta de Palencia, notó que su marido tenía el ojo derecho abierto, y no sólo abierto, sino que un humor vidrioso corría por la retina.

¿Lloraba?

Pasó su mano diminuta y la retiró fría.

No lloraba, no.

Era una nueva sorpresa.

Aquel ojo era de cristal, y con el rocío de la madrugada se había escarchado por completo.

Cuando despertó D. Inocente, una carta que sobre la mesilla de noche estaba, se lo explicó todo:

«Nene mío: Te dejo; no puedo ser esposa de un hombre tan feo y tan artificial.
Huyo con Pablito.
Tu ex-posa
Constancia. *

¡Horror! Pablito era el que fabricaba los tintes para D. Inocente.
Luis Gabaldón.

No hay comentarios:

Publicar un comentario