Tela
Cortada - Lo que fuera, sonará 21.12.1895
Ya
se habían corrido las amonestaciones y muy pronto D. Inocente
Verduguillo, hombre obeso, con esa obesidad de arco que delata á la persona para quien la vida es un restaurant y el mundo un plato bien condimentado, abandonaría las comodidades del solterón por las sonrosadas caricias del matrimonio.
Verduguillo, hombre obeso, con esa obesidad de arco que delata á la persona para quien la vida es un restaurant y el mundo un plato bien condimentado, abandonaría las comodidades del solterón por las sonrosadas caricias del matrimonio.
D.
Inocente se casaba.
Para
él, hombre gordo, el matrimonio era una cuesta en la que indudablemente se
fatigaría, pero eso no le arredraba; su solo objeto era el de poseer el corazón
de aquella muchachuela de ojos garzos y boca de mieles, en la que había sido
una mosca pesada; codiciaba con ansias seniles las airosas curvas de aquella
alegre mariposa de taller, que más de una noche había revoloteado por el
bullicioso salón de un baile de máscaras libando en los labios de los hombres
caricias y besos consagrados por la hechizante espuma del champagne.
Demasiado
comprendía que su arruinado continente avasallado por la labor del tiempo, no
podía cautivar el corazón de aquella chicuela, ni mucho menos aprisionarle en
las espesas redes de la fidelidad; pero sin embargo él se las prometía muy
felices, merced a sus caricias y tiernas solicitudes. Y gracias a que su parle
física había de sufrir grandes reformas debidas a los adelantos de la ciencia y
a los numerosos y delicados tintes que un peluquero amigo suyo fabricaba y que
eran, por decirlo así, el resurrexit de los que, como él, buscaban en la química
el primitivo color de sus cabellos.
Con
efecto, D. Inocente cada día era más rubio, cosa que no dejó de asombrar a sus
amigos de la infancia, viejos apuntalados en afeites, y que a los pocos días se
volvieron tan rubios como él.
¡Misterios!
Lo
cierto era que D. Inocente según se aproximaba el día de la boda, se remozaba.
Bien
es verdad que nadie echó en tan poco tiempo tantas canas al aire.
Su
continente era más erguido; aquellos pronunciamientos del abdomen fueron
reprimidos merced a la destreza de un ortopédico, si bien con detrimento del
individuo, que sudaba la gota gorda, y al que lo estaba redado bajarse al
suelo, bajo ningún concepto, so pena de una formidable explosión; pero ¿qué
valían esta fatiga ante la codiciada noche de novios, ante el grato perfume de
la flor de azahar al abrir sus candorosos pétalos?
El
día anterior al de la boda fue para D.; Inocente un día terrible.
A
casa de la modista, a la que había encargado un trousieau con las esplendideces
de un príncipe (D. Inocente no reparaba en gastos); a la fonda, a encargar la
comida de boda, cincuenta cubiertos con el champagne aparté; a casa de la
florista, a ver el ramo de azahar, grande, más que las murmuraciones de las
malas lenguas; a casa del joyero; a la fotografía para retratarse en los
umbrales de la felicidad; al sastre; é la parroquia... ¡ah! y ó casa del
ortopédico para que diera dos vueltecillas á la faja que servía de malecón a
aquel vientre.
Fue
un día de prueba.
Cuando
llegó a su casa se acostó y a los pocos momentos a sonrisa del hombre feliz
asomó a sus labios, D. Inocente soñaba, sí, soñaba que estaba al lado de ella,
entrelazados sus brazos y rodeados de un nimbo de luz que destacaba las rubias
cabecitas de los angelitos, lo mismo que en una tarjeta de ¡Felicito a usted
las Pascuas!
A
los pocos momentos, un fuerte ronquido devolvió a D. Inocente a la vil prosa de
la vida.
Guando
el sol se destacó en el horizonte como una inmensa bola de fuego, D. Inocente
se despertó, restregóse los ojos y sus labios dibujaron una sonrisa.
La
dicha le aguardaba. Se vistió con todas las agravantes del que va a casarse,
ensayando en el espejo de cuerpo entero la más airosa de las posturas, y
pretendiendo imprimir a su cuerpo movimientos de balancín, a lo que la faja se
oponía con una tenacidad verdaderamente desesperante. Con aires de conquistador
y con trofeos de hombre feliz, salió de su casa, procurando hacerlo con el pie
derecho para componer el agüero, y se dirigió a casa de la novia, donde ya le
aguardaban con impaciencia los convidados.
El
cura bendijo aquella unión de la mariposa y el rinoceronte, y en los gangosos
latinajos que se escapaban de su boca, como aire del agujereado fuelle, iba
todo el misterioso oráculo del porvenir.
Ya
en la calle y organizada la comitiva, se fueron a la fonda, donde la mesa
puesta con ciertos refinamientos aguardaba.
Por
la calle padeció mucho D. Inocente bajo el poder de algunos curiosos, que se
preguntaban quién sería el novio, y hubo atrevido que exclamó: «¡Olé las buenas
personas, y bendito sea su papá de osté que va a su lao más hueco que una
caña!»
El
día, un día de alegría, en que el chiste, apuntado de verde, salpicaba el ramo
de azahar de la desposada y las mandíbulas se abrían al paso de fuertes
carcajadas, tocó a su fin.
La
comida transcurrió sin más accidentes que uno do verdadera Importancia para D.
Inocente, cuyo fax, de congestionada, tornóse lívida.
¡La
maldita faja!
Olvidando
la prohibición del ortopédico, quiso hacer el cadete y bailar, bailar con su
mujer; pero en una de las agitadas vueltas del vals, cayó el abanico, y ¡oh
compromiso! ¡cómo permitir que ella se molestara! De ninguna manera. D.
Inocente, con todo un poema de resignación en la mirada, se bajó a recogerlo, y
entonces la explosión fue inmensa, tanta, que los convidados pensaron en una
mano criminal.
El
abdomen, libre de trabas, respiró con satisfacción y recobró con holgura su
primitiva residencia: D. Inocente, en el torbellino del baile, quiso olvidar tan
dolorosa impresión, pero el extremado ejercicio le hizo sudar tan copiosamente,
que el rubio del cabello comenzó a palidecer y a volverse blanco, con sorpresa
de todos, que no comprendían aquellos cambios tan rápidos como los cristales de
una linterna mágica.
¡Oh,
dolor! El tinte huía como el crepúsculo, que empezaba a bañar los cristales en
mortecina luz.
Los
recién casados, libres de felicitaciones, se retiraron a su casa; ella con la
sonrisa picaresca y el gracioso mohín de la gitanilla; él con el espíritu
sumido en densas nieblas.
La
luz se apagó y las sombras invadieron la alcoba.
A
la madrugada un nuevo desengaño estaba reservado a la nueva esposa.
Guando
ésta despertó para arrebujarse entre la espesa manta de Palencia, notó que su
marido tenía el ojo derecho abierto, y no sólo abierto, sino que un humor
vidrioso corría por la retina.
¿Lloraba?
Pasó
su mano diminuta y la retiró fría.
No
lloraba, no.
Era
una nueva sorpresa.
Aquel
ojo era de cristal, y con el rocío de la madrugada se había escarchado por
completo.
Cuando
despertó D. Inocente, una carta que sobre la mesilla de noche estaba, se lo
explicó todo:
«Nene
mío: Te dejo; no puedo ser esposa de un hombre tan feo y tan artificial.
Huyo
con Pablito.
Tu
ex-posa
Constancia.
*
¡Horror!
Pablito era el que fabricaba los tintes para D. Inocente.
Luis
Gabaldón.
No hay comentarios:
Publicar un comentario