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domingo, 26 de abril de 2020

Mandaguicultura - Buen Humor 2 julio 1922 (26.04.2020)

Mandaguicultura - Buen Humor 2 julio 1922 (26.04.2020)
Pérez, desastrado, hampón, mugriento y boquiabierto, se me ha aparecido
limpio, rozagante, satisfecho y chorreando abundancia.

—¿Tomamos algo? —me ha dicho—. Yo pago.

Esta nueva fase de Pérez pagador ha venido a colmar mi estupefacción, y he pasado revista inmente a los grandes sucesos que pueden haber influido en esta variante del dilecto amigo. ¿Herencia? ¿Robo o desfalco? ¿Mujer guapa? ¿Moneda falsa? No atinando con la lógica explicación del cambio de fortuna en el que he conocido y clasificado como perdulario, bohemio, avispado y sacadineros.

—Pérez —le he dicho con voz suplicatoria—, no podría vivir un minuto más si no aclarase el misterio. Usted es el mismo de siempre, ¿verdad? El que conocí a bofetadas con el hambre en particular, y a puñetazos con la existencia en general, y que ahora se me presenta esplendoroso y florido. ¿A qué obedece tal opulencia?

—A la filosofía, al estudio y al trabajo.

—¿Filósofo, estudioso y trabajador usted? Vamos, prefiero que me confiese la verdad. ¿Ha sido con escalo, o simplemente timo?

—¿El tener yo dinero? ¡Mi lo uno ni lo otro! Aunque no hubiese rechazado ambos medios, por considerarlos perfectamente lícitos y lógicos para ser aplicados por aquel que los necesite.

—¿Entonces?...

—Me he hecho profesor.

—¿De qué?

—De mandanguicultura. Verá usted: desde que la Gran Guerra hizo que muriera tanta gente, habrá usted notado el afán de vivir que nos ha entrado a los demás, y, por añadidura, de ser fuertes, activos, trabajadores, dominadores de la voluntad, héroes del éxito. Pues bien: he pensado en el gravísimo error que esto significaba, y he procurado extender mis teorías entre aquellos que pensaban como yo.

—¿De modo que usted?...

—Enseño a no hacer nada; en una palabra, a ser un perfecto mandanga. ¡Qué educación de voluntad, qué afán de rehacer la vida, qué anhelo de máximo de trabajo y qué calabazas rellenas! ¿Es que los hombres somos bueyes, salvo determinadas y honrosas excepciones?

—No, en general no lo somos.

—¡Pues entonces!... Mis lecciones tienden a enseñar el perfecto modo de vaguear, la manera más cómoda de aprovechar un sillón, los infinitos temas que pueden iniciarse para entablar una discusión que no nos importa, la indiferencia ante cosas de valor y de interés; en suma, vivir y no hacer nada.

— ¿Muchos alumnos?

— Muchos. Al principio se me resistieron, ¡infelices!, porque las predicaciones de los periódicos y las frases rimbombantes de los oradores habían dejado una semilla difícil de destruir; pero yo lo he conseguido, y en mi ayuda han venido esos sillones de mimbre que los Casinos sacan a la acera, los tranvías abiertos, los tés-foxtrots, la abundancia de corridas taurinas y las excursiones automovilistas. Tropiezo a veces con un señor que candorosamente está enfrascado en operaciones financieras, y que sólo habla de carpetas, de obligaciones, de moneda extranjera y de cheques. Bien. Le digo que me explique todo lo que significa aquello, y de pronto le digo: «¿Usted conoce a Chon?» «¿Chon?», me replica extrañado. «Sí, hombre; una linda tiple del Reina Victoria.» «No voy al Reina Victoria.» ¡Ha llegado el momento de operar!, me digo. Le llevo al teatro, le presento a dos tiplecitas del conjunto, le indico dónde está la Cuesta de las Perdices, le descubro la agradabilidad del champagne o de la manzanilla, y le aparto de sus preocupaciones financieras. Aquel hombre a los pocos días comprende que en el mundo hay algo más que la Bolsa, y me pide nuevos datos, me confiesa que su vida anterior era idiota, reconoce que es preferible el paraíso que le he proporcionado, y se echa en mis brazos agradecido. «¿Agradecimiento? —le replico—. ¡No es por ahí! Mis honorarios son tanto.»

—¿Y paga?

—¡Encantado! Aquel hombre ha sido un conquistado a la mandanguicultura, y se siente plenamente satisfecho. Ni uno solo se me resiste, porque comprenden que los he hecho un señaladísimo favor al trocarles su vida de trabajo y de aburrimiento por otra más agradable, en la que la vagancia es uno de los principales elementos.

—Pero así está usted haciendo un perjuicio a la Humanidad.

—¡No diga usted tonterías! Todo está inventado, todo resuelto, y no tenemos necesidad de que nadie trabaje más para proporcionarnos ni aun nuevas comodidades. Hasta en materia de cocina se ha dicho la última palabra. ¿Sabe usted de cuántas maneras se pueden poner los huevos? De treinta y siete. ¿Y volovanes? De diez y ocho. Ya ve usted que no necesitan los sabios laborar mucho para que tengamos resuelta la cuestión de la pitanza. Nada hay que hacer, nada hay que resolver. ¡Viva la holganza y el no hacer nada! Vaya, me voy, que tengo a estas horas clase para dos neófitos que se proponían estudiar la carrera de médico, uno, y la de arquitecto, otro; pero, afortunadamente para ellos, los conocí a tiempo, y han desistido.

—¿Qué les va usted a enseñar?

—A beber unos vasos, a cruzar las piernas y a ver cómo asciende el humo de los cigarros. Usted pagará esta consumación, ¿verdad?

—¡Pero si me ha convidado usted!...

—Sí; pero el pagar significaría un esfuerzo, un trabajo, y eso me deshonraría. No hay que hacer nada, absolutamente nada. ¡Salud!

Y, contoneándose, Pérez desapareció calle abajo.
A. R. BONNAT

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