Pérez,
desastrado, hampón, mugriento y boquiabierto, se me ha aparecido
limpio, rozagante, satisfecho y chorreando abundancia.
limpio, rozagante, satisfecho y chorreando abundancia.
—¿Tomamos
algo? —me ha dicho—. Yo pago.
Esta
nueva fase de Pérez pagador ha venido a colmar mi estupefacción, y he pasado
revista inmente a los grandes sucesos que pueden haber influido en esta
variante del dilecto amigo. ¿Herencia? ¿Robo o desfalco? ¿Mujer guapa? ¿Moneda
falsa? No atinando con la lógica explicación del cambio de fortuna en el que he
conocido y clasificado como perdulario, bohemio, avispado y sacadineros.
—Pérez
—le he dicho con voz suplicatoria—, no podría vivir un minuto más si no
aclarase el misterio. Usted es el mismo de siempre, ¿verdad? El que conocí a
bofetadas con el hambre en particular, y a puñetazos con la existencia en
general, y que ahora se me presenta esplendoroso y florido. ¿A qué obedece tal
opulencia?
—A
la filosofía, al estudio y al trabajo.
—¿Filósofo,
estudioso y trabajador usted? Vamos, prefiero que me confiese la verdad. ¿Ha
sido con escalo, o simplemente timo?
—¿El
tener yo dinero? ¡Mi lo uno ni lo otro! Aunque no hubiese rechazado ambos
medios, por considerarlos perfectamente lícitos y lógicos para ser aplicados
por aquel que los necesite.
—¿Entonces?...
—Me
he hecho profesor.
—¿De
qué?
—De
mandanguicultura. Verá usted: desde que la Gran Guerra hizo que muriera tanta
gente, habrá usted notado el afán de vivir que nos ha entrado a los demás, y,
por añadidura, de ser fuertes, activos, trabajadores, dominadores de la
voluntad, héroes del éxito. Pues bien: he pensado en el gravísimo error que
esto significaba, y he procurado extender mis teorías entre aquellos que
pensaban como yo.
—¿De
modo que usted?...
—Enseño
a no hacer nada; en una palabra, a ser un perfecto mandanga. ¡Qué educación de
voluntad, qué afán de rehacer la vida, qué anhelo de máximo de trabajo y qué
calabazas rellenas! ¿Es que los hombres somos bueyes, salvo determinadas y honrosas
excepciones?
—No,
en general no lo somos.
—¡Pues
entonces!... Mis lecciones tienden a enseñar el perfecto modo de vaguear, la
manera más cómoda de aprovechar un sillón, los infinitos temas que pueden
iniciarse para entablar una discusión que no nos importa, la indiferencia ante
cosas de valor y de interés; en suma, vivir y no hacer nada.
—
¿Muchos alumnos?
—
Muchos. Al principio se me resistieron, ¡infelices!, porque las predicaciones
de los periódicos y las frases rimbombantes de los oradores habían dejado una
semilla difícil de destruir; pero yo lo he conseguido, y en mi ayuda han venido
esos sillones de mimbre que los Casinos sacan a la acera, los tranvías
abiertos, los tés-foxtrots, la abundancia de corridas taurinas y las
excursiones automovilistas. Tropiezo a veces con un señor que candorosamente
está enfrascado en operaciones financieras, y que sólo habla de carpetas, de
obligaciones, de moneda extranjera y de cheques. Bien. Le digo que me explique
todo lo que significa aquello, y de pronto le digo: «¿Usted conoce a Chon?»
«¿Chon?», me replica extrañado. «Sí, hombre; una linda tiple del Reina
Victoria.» «No voy al Reina Victoria.» ¡Ha llegado el momento de operar!, me
digo. Le llevo al teatro, le presento a dos tiplecitas del conjunto, le indico dónde
está la Cuesta de las Perdices, le descubro la agradabilidad del champagne o de
la manzanilla, y le aparto de sus preocupaciones financieras. Aquel hombre a
los pocos días comprende que en el mundo hay algo más que la Bolsa, y me pide
nuevos datos, me confiesa que su vida anterior era idiota, reconoce que es
preferible el paraíso que le he proporcionado, y se echa en mis brazos
agradecido. «¿Agradecimiento? —le replico—. ¡No es por ahí! Mis honorarios son
tanto.»
—¿Y
paga?
—¡Encantado!
Aquel hombre ha sido un conquistado a la mandanguicultura, y se siente
plenamente satisfecho. Ni uno solo se me resiste, porque comprenden que los he
hecho un señaladísimo favor al trocarles su vida de trabajo y de aburrimiento
por otra más agradable, en la que la vagancia es uno de los principales
elementos.
—Pero
así está usted haciendo un perjuicio a la Humanidad.
—¡No
diga usted tonterías! Todo está inventado, todo resuelto, y no tenemos
necesidad de que nadie trabaje más para proporcionarnos ni aun nuevas
comodidades. Hasta en materia de cocina se ha dicho la última palabra. ¿Sabe
usted de cuántas maneras se pueden poner los huevos? De treinta y siete. ¿Y
volovanes? De diez y ocho. Ya ve usted que no necesitan los sabios laborar mucho
para que tengamos resuelta la cuestión de la pitanza. Nada hay que hacer, nada
hay que resolver. ¡Viva la holganza y el no hacer nada! Vaya, me voy, que tengo
a estas horas clase para dos neófitos que se proponían estudiar la carrera de médico,
uno, y la de arquitecto, otro; pero, afortunadamente para ellos, los conocí a
tiempo, y han desistido.
—¿Qué
les va usted a enseñar?
—A
beber unos vasos, a cruzar las piernas y a ver cómo asciende el humo de los
cigarros. Usted pagará esta consumación, ¿verdad?
—¡Pero
si me ha convidado usted!...
—Sí;
pero el pagar significaría un esfuerzo, un trabajo, y eso me deshonraría. No
hay que hacer nada, absolutamente nada. ¡Salud!
Y,
contoneándose, Pérez desapareció calle abajo.
A.
R. BONNAT
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