El
Kraken - La Biblioteca Fosca 5 mayo 2008
“Faenábamos
por aguas del Cantábrico cuando avistamos aquel extraño
islote. No aparecía cartografiado en nuestros mapas, y ninguno había oído jamás hablar de él. Parecía un peñasco sin interés: ni vegetación, ni colinas, ni nada que explorar realmente. Y, aun así, el capitán quiso desembarcar para reclamarlo en nombre de la Corona.
islote. No aparecía cartografiado en nuestros mapas, y ninguno había oído jamás hablar de él. Parecía un peñasco sin interés: ni vegetación, ni colinas, ni nada que explorar realmente. Y, aun así, el capitán quiso desembarcar para reclamarlo en nombre de la Corona.
“Hubiera
debido escucharnos, pero nuestra desaprobación sólo consiguió irritarle más, y
espolearle a continuar con su plan. Desgraciados. En el mar no hay que meterse
en aguas desconocidas. Nadie sabe qué ocultan las profundidades abisales.
“En
cuanto plantaron la bandera sobre el islote, la muerte reveló su auténtico
rostro. ¡Leviatán! ¡Kraken! Poco importaba su nombre al ir devorando, uno tras
otro, a nuestros infortunados compañeros. Los que conseguían escapar de sus
fauces, morían ahogados en las frías aguas...
“Largamos
todas las velas, intentamos alejarnos del monstruo, pero todo fue en vano. Sus
tentáculos se aferraron al casco y desgajaron los mástiles. Entonces se entabló
una lucha a muerte entre la bestia y el hombre, entre el bien y el mal. Sacando
coraje de nuestras plegarias y encomendando nuestras almas al Altísimo,
empuñamos arpones y hachas y luchamos con todas nuestras fuerzas.
“¡Ah!
Era un espectáculo dantesco ver caer a nuestros hermanos, pero cada gota de
sangre derramada nos inspiraba para seguir combatiendo. No sabría decir cuánto tiempo
continuó esta batalla, pero al fin, cuando ya en los cielos se apagaba el sol
dando paso a las estrellas, el kraken cejó en su empeño de hundirnos y se
retiró a las profundidades oceánicas.”
Una
risa cascada interrumpió su relato, y el viejo lobo de mar se volvió hacia el
impertinente marinero. Éste, conteniendo su risa carente de humor, se recostó
contra la viscosa pared estomacal y le espetó:
“Viejo,
no sé por qué demonios cambias siempre el final. Estábamos todos allí...”
Y
el anciano, avergonzado, sumió la mirada en los jugos gástricos que, a sus
pies, inundaban su prisión como el agua sucia de la sentina.
Juan
Ángel Laguna Edroso
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