¡Qué
vulnerables han sido los ojos humanos!
Peligros
incontables les han acechado y por su misma fragilidad han sido objeto de
constantes ataques. En cuanto arreciaba una guerra, una conjura, unos odios o
un desdén, los ojos —los bellos y delicados ojos de algún hombre o mujer— eran
rajados con puntas aguzadas o carbonizados al contacto de un hierro al rojo.
La
furia humana tendió espontáneamente a golpear el corazón o los ojos, y así
equiparó en importancia a los dos órganos por los que se manifiesta la fuerza
de la vida. La cólera se revuelve contra los ojos; la envidia, el rencor, el
despotismo han sido enemigos de los ojos acusadores. Al dictarse una sentencia
de muerte se condenaba no a un cuerpo humano, sino a dos globulillos de materia
blanda, de irisaciones delicadas, pero de inquietante fijeza e insistencia.
La
mirada ajena es como si fotografiase nuestros actos, que ya no podremos negar:
hemos sido vistos y esto da carácter público e histórico a lo que hemos hecho y
que quisiéramos que nadie supiera. Por eso el ojo ha sido perseguido, porque
era un motivo más de angustia y recelo, por ejemplo, ese ojo divino, encerrado
en un triángulo, que aparece en el cielo en momentos terribles, según se ve en
las láminas de libros piadosos. En la reunión en la que un dictador bananero
firma el acuerdo con la Fruit Company, un reportero le enfoca con su cámara: el
general levanta la cabeza, airado, teme que la foto se divulgue por medio de
ese otro ojo inexorable de durísimo vidrio y bordes de acero que capta la
avaricia, la crueldad. Igual que a este siniestro personaje, cubierto de
condecoraciones, las manos sucias de haber matado, Página todo queda reflejado
en el cristalino, y la más perfecta y prodigiosa cámara, como es la memoria, ha
ido recibiendo y archivando cuantos actos realizó el ser humano en presencia de
otros.
La
historia guarda el recuerdo de una condena a ceguera colectiva en el siglo X,
época bárbara que justifica en parte tal decisión pero que no sería ni la
primera ni la última. Fue esta la de un emperador griego, después de una
batalla entre búlgaros y bizantinos, en la que la suerte socorrió a estos
últimos y les dio la victoria. El emperador Basilio II mandó cegar a los
prisioneros, y no sería demasiado aventurado pensar que el monarca habría
deseado alguna vez cegar a todo el mundo, a sus propios súbditos, para que su
poder y sus dominios, donde estaba su familia, sus favoritos, las dádivas y las
venganzas, los negocios y las torturas, no tuvieran más testigos en adelante.
Habría deseado acabar con los ojos que a hurtadillas vigilaban la alegre
impunidad de gobernante.
Cientos
de hombres, uno a uno, fueron conducidos hasta una tienda de campaña, y estando
dentro se oía un alarido que después seguía y seguía cuando aquel hombre era
devuelto al grupo de los suyos. Por cada veinte ciegos, uno fue dejado tuerto.
Se le conservó ese resto de vista para que sirviera de guía y pudieran regresar
a Bulgaria.
Se
formaron escuadras y se les dio la orden de marchar. Cogidos de las manos, aún
manando la sangre por sus mejillas, entre lamentos y quejidos, emprendieron el
regreso por los vericuetos de las montañas de Tracia.
Las
crónicas cuentan que se dirigieron hacia el lugar donde estaba el zar búlgaro
Samuil. Debieron de marchar bastantes días, no se sabe a costa de qué
sufrimientos: muchos quedarían en los caminos, caerían por los precipicios y de
ellos se encargarían los lobos. Pero, al fin, llegaron y se presentaron frente
al palacio y entraron en el patio. El zar fue avisado de aquellos visitantes
que no esperaba. Corrió a una ventana para verlos, contempló el espectáculo de
la multitud muda, comprendió la iniquidad que habían sufrido y su corazón dejó
de latir. Aferrado al alféizar de la ventana fue cayendo lentamente al suelo.
No
bastaba la crueldad en sí; el monarca griego perseguía otra más refinada: no
solo inutilizaba para la guerra a aquellos hombres, sino que le reducía al
silencio porque el relato que pudieran hacer de la batalla, de lo sucedido, no
tendría la fuerza convincente sin los ojos que diesen su intensidad a las
palabras, ya que las inmóviles pupilas no retendrían la atención del
interlocutor.
No
obstante, cuando nos imaginamos al zar búlgaro cayendo fulminado en el borde de
la ventana, intuimos una mayor crueldad, que él debió entender. Samuil
comprendió lo que le había querido augurar su imperial enemigo: que gobernaría
súbditos ciegos, los peores súbditos que puede tener un monarca. El rey de
tales súbditos también participa de esa inutilidad y está condenado a igual
aislamiento y ceguera.
El
malvado bizantino condenaba a Samuil a gobernar hombres incompletos, la peor
afrenta a un soberano. Esta precisa reciprocidad con sus gobernados, ver y
crear con ellos la obra común, sentirse odiado o admirado, pero no rodeado de
indiferencia, de desinterés y de ojos vacíos como tienen los súbditos a los que
se les ha negado o arrebatado la visión política. Basilio II anticipó formas
modernas de gobierno en la barbarie de su decisión.
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