El
hombre de estos campos que incendia los pinares
y
su despojo aguarda como botín de guerra,
antaño
hubo raído los negros encinares,
talado
los robustos robledos de la sierra.
Hoy
ve a sus pobres hijos huyendo de sus lares;
la
tempestad llevarse los limos de la tierra
por
los sagrados ríos hacia los anchos mares;
y
en páramos malditos trabaja, sufre y yerra.
Es
hijo de una estirpe de rudos caminantes,
pastores
que conducen sus hordas de merinos
a
Extremadura fértil, rebaños trashumantes
que
mancha el polvo y dora el sol de los caminos.
Pequeño,
ágil, sufrido, los ojos de hombre astuto,
hundidos,
recelosos, movibles; y trazadas
cual
arco de ballesta, en el semblante enjuto
de
pómulos salientes, las cejas muy pobladas.
Abunda
el hombre malo del campo y de la aldea,
capaz
de insanos vicios y crímenes bestiales,
que
bajo el pardo sayo esconde un alma fea,
esclava
de los siete pecados capitales.
Los
ojos siempre turbios de envidia o de tristeza,
guarda
su presa y llora la que el vecino alcanza;
ni
para su infortunio ni goza su riqueza;
le
hieren y acongojan fortuna y malandanza.
El
numen de estos campos es sanguinario y fiero:
al
declinar la tarde, sobre el remoto alcor,
veréis
agigantarse la forma de un arquero,
la
forma de un inmenso centauro flechador.
Veréis
llanuras bélicas y páramos de asceta
—no
fue por estos campos el bíblico jardín—:
son
tierras para el águila, un trozo de planeta
por
donde cruza errante la sombra de Caín.
Antonio
Machado
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